miércoles, 24 de diciembre de 2008

III PARTE - REQUIEM POR SANDRA


En un 11 de octubre, cuando el otoño retoma aún la cirugía estival, recibí carta de Sandra. Como me agrada leer con música, me dirigí al salón y estrené un disco grabado por la orquesta filarmónica checa, dirigida por Stokowski. Entre otras bellísimas piezas, hay una pavana “El Conde de Salisbury”, cuya obra es sugestiva y encantadora.
A medida que me adentraba en la carta de Sandra, advertía que aquella imagen primera, Piscis, vivaz, abierta, inmensamente espontánea, se tornaba por otra más serena, analítica, reflexiva. Sin duda aquella instancia suprema la había fijado en un mundo nuevo. En poco tiempo se había hecho mujer madura en plena juventud.
Apuré al máximo un punto de encuentro. No pudo ser.
El 20-11-91 recibí una tarjeta de felicitación con motivo de mi onomástica. Una maravillosa síntesis en el juego de las prisas. “Apura el otoño mi viaje; ojalá puedas celebrar mil primaveras más. No me olvides jamás. Te quiero. Sandra.”
El 01.12.2001 se consumó en Sandra su tránsito a la utopía.
El 02.12.2001 deje sobre su húmedo colchón de tierra una rosa roja para naturarme en el pensamiento nuclear de la vida.
Ha pasado un algo más de un lustro desde que la conocí por medio de Ovidio y Tibulo. Un tiempo en que las células del cuerpo se renuevan en su totalidad y que en Sandra supuso la plenitud original del ser.
Cada vez que releo su carta me asombra su catarsis teológica. Y en la asunción justa de mi creencia noto que en su muerte ha cumplido una auto defunción vital.
En el tú y yo anímico se ha ultimado una liturgia sin que en la humanidad se haya producido un mínimo cambio, habituada a la tozudez de la rotación y de la traslación de costumbres.´
Desde la óptica del sentimiento y del intelecto residual, su pirueta escatológica tiene toda la gravedad de regular el venaje estructural del conjunto bioquímico. Ahora bien, no voy a ser tan iluso pensar que esta catarsis interna pueda afectar al trompeado giro del planeta. Sería auto esculpirme un monumento de vacía significación.
Si del pensamiento de la obra de Tagore surte un efecto anímico lujurioso, se le perpetúa en el tiempo como un creador de la belleza sin que preocupe la hondura espiritual que lo provocó. Se escucha a Beethoven, y si de su impronta unitemporal de afectividades genera una animación gratificante, se le esculpe en el corazón sin que motive otro interés que lo inspiró. Lo mismo con Neruda y su arte literario. La historia, pues, se define como ese momento del latido intenso que muere en ese mismo instante en que aparece otro nuevo.
Sandra estuvo exenta de esa exhibición para ser punto de referencia futura, aun legando toda una filosofía ejemplar del vivir.
Y así las cosas, ni ayer cuando vivía, ni hoy, que es pero que ya no vive, son tiempos que pueda aceptar indiferentemente. Es decir, que no siendo historia como la historia concibe la historia, sintetiza un tiempo mayor sobre su propia naturaleza cuya esencia la inserta en la ultra historia.
Cuando escribí a Sandra no pretendía el halago de su corazón agradecido. Me pidió que hablara de El, y de El solo se puede hablar desde la propia experiencia de la fe que tiene su término en la muerte que motiva una reflexión con que iluminar el caos ovidiano de la existencia humana. Nada más.
La acogida “a mi ser hecho de temblores” en base a su sensibilidad, ha supuesto una conexión vital que fija una epifanía de calidad humana que no puede ofrecer la poesía cósmica, con ser ésta una energía necesaria para alturar la mente humana. “Al ser sólo le salva el ser”, comenta Sandra. Cualquier otra dirección ajena al corazón del hombre servirá para ampliar la circunferencia del vacío envolvente que se palpa en la vida. Cuando el misterio de la muerte se trueca en un corolario sereno y apacible como lo fue en Sandra, la metafísica carece de vigor argumental y el vivir asume otra categoría superior que invita a amarla y a ampliarla, pero sobretodo, a dignificarla. Lo simple, lo intimal, los puzzles de la cosmogonía alcanzan tan sublime repercusión interior que potencia la creencia de situarse en la utopía y en la ilusión de existir para algo y para alguien. Sin esta semilla vinculante nada tiene razón de ser.
Ahora bien ¿es válida y correcta esta disposición a evadirse de lo concreto con que despliega la vida su sustancia según determina la historia de un tiempo dado? ¿Qué refuerza una actitud de esta índole? Porque es el caso que una misma situación que la de Sandra, una joven dispersó su agnosticismo abrazándose al disfrute de los bienes naturales. ¿Quién vivió más? En razón de la felicidad íntima de cada cual está la respuesta. Es, pues, una cuestión que tiene su aclaración en el propio ser. Pero la muerte está ahí y su consiguiente misterio reflejado en una vida.
Y en este punto, en esta línea divisoria del pensamiento y de la fe es donde Sandra se agranda hasta integrarse en la ultra historia. Sabedora de una temporalidad mínima a la que se aferra la naturaleza con un poderío inmenso, sin ningún amago trágico, conecta con la eviternidad de manera excepcional valiéndose del análisis de la sustancia humana. Y lo amplia al resto de la humanidad henchida de cordura. Es el natural resultado del uso de la libertad en su acepción más pura.
Algo es evidente: La muerte del hombre motiva reflexión mas profunda que la cerrazón racional por perpetuar la idea mitológica de la historia desde la tribuna fantasmal de la creencia de la nada.
Desde cualquier prisma la muerte es una liberación definitiva de la esclavitud.
Cuando murió Caty, brotó del hoyo invisible de la mente un grito de desacuerdo con Dios, El no ser de la muerte”. Supuso aquel flash anímico una íntima amistad con la filosofía y la fe. Con Sandra en razón de ese dominio de la voluntad de que hace gala, se axioma su definición: “Dios es el ser de la vida misma”.
Contrasta con este remate apocalíptico del siglo XX y principios del siglo XXI una evidente visión escatológica del planeta. Ya nadie llora la muerte de nadie. Murió por la libertad. Murió de amor. Murió por un ideal. Murió por la paz. Murió luchando por el bien. A quien muere se le pone una etiqueta temporal. Tal es el deseo de perpetuar la vida humana que nadie niega, incluso desde el pozo del agnos-ticismo o de un ateísmo fluidor de vibraciones metáfisicas.
A simple vista la carta de Sandra no adolece de pesimismo, producto del vacio tendente al suicidio, pero una lectura sosegada e intencional revela un canto a la vida. Lo prueba su voluntad personal por superar las debilidades definidoras del ser. El trueque mental del vacío por el “todo o la nada” como una infinitud. Su extracción poética del cosmos, la ordenada violencia contra el positivismo, su canto a la libertad, su engarce consciente y normal con la muerte, el amor vivido con pureza de intención y una estructura teológica vital y analítica, definen su innegable personalidad. Se aleja de la abstracción intelectual y del intelecto extrae un rico espectro del vivir. Y cree en la utopía. Y razona su posibilidad de encarnación histórica dependiendo de una probatura cristológica.
Sandra es una luminosidad interior y anímica. Un tiempo contrario a la historia presente, a la iglesia decimonónica, a la ideología oxidada, pero no se rebela contra nada y contra nadie, simplemente se limita a su entorno espacial henchido de pureza y verdad. No tiene más que voz. Su falta de músculo lo suple con “una posible explosión nuclear” que purifique la conciencia de la humanidad.
El mundo actual está regido por una sutil y punzante ideología sofística y sobre el parlamentarismo vaticanista que aboca a una casuística de privilegios. Sobre el montaje troglodita de los ismos políticos achicando libertades, pero
pero, principalmente, agrandando la injusticia a escala universal.
El innegable rol jerárquico, la repartición desigual del mundo y postulados para justificar la mierda de la historia, son realidades que revelan una visión del Apocalipsis sin que el hombre haga nada por evitarlo, a sabiendas de que supone su desaparición del planeta.
En tanto el Apocalipsis sobrecoge por la desintegración de la armonía cósmica como preludio del fin de los tiempos, Sandra procura responder a la belleza del sentimiento humano sin justificar su debilidad por el pecado de origen como causa de la descomposición de la armonía creacional.
De lo que antecede se deduce el contenido formal de mi carta a Sandra: Una carencia dramática y demoledora de la educación integral del ser humano como tal ser sin divergencias sociológicas o mesiánicas. El ser no como tema frío de la ontología sino como una hermosa realidad vital con un origen y término confundidos.
También sobran los libros. Y muchas catedrales. Y las pirámides. Y los monolitos cantores de guerra y esclavitud, Sobre la base de ayer cuajado de errores se pretenden prolongar la historia como un hecho inmutable ampliando la herida cósmica. ¡Qué grave error!
Así lo entendió Sandra y se alejó de la estúpida aceptación de la historia para rehacerse en el núcleo vivificador de su entorno virginal. Cierto que redujo el ámbito de los movimientos a que tenía derecho por derecho natural. A cambio, reservó intacta su libertad como definición de su categoría humana.
Es obvio que de este panegírico del talante humano de Sandra no resuelva el problema radical de quien “a priori” asume la antihistoria como historia verdadera. El hombre está por encima de la historia misma. Esta viene dada por el hombre como el derecho positivo del derecho natural. La historia carece de postulados y no es difícil comprenderla desde la perspectiva filosófica del ser del hombre en el mundo. Sin esta premisa es casi imposible aceptar la utopía como una posibilidad real-. Asi, pues, o se desliga la mente de lo vulgar o a nadie debe sorprender la actitud de Sandra por el suicidio, que superó a tiempo por esa “fe genética que viene dada a toda criatura”.
Entroncada en el ámbito inconfundible de la creación original, Sandra se eleva a este estrato en que la química no influye de modo directo en la pureza anímica y asume la poesía insita en aquella como un elemento catalizador de su naturaleza humana.
Me seduce el proceso vinculante del ser de Sandra con la divinidad. Esa virtud primorosa y sutil de trascedentalizar sin daño a su apego vital por los bienes naturales. El pasmo ante la chispa preciosa de su incansable movimiento del canario. El boceto sensible del cosmos de la rosa. El hábitat del jardín como antesala de una estancia poética cabal. Advierto en ella una naturaleza tan naturalmente cuajada que por un proceso de síntesis, axioma una vida unitaria, incluso con la muerte.
Mas ¿de qué servirá su modelo de vida por detener la noria de la historia, nucleada en el dominio del otro? De nada. No conozco voluntad humana que esté dispuesta a destruir el documento naciente que bosquejó la historia ni que se avenga al ayer anterior al menhir y al dolmen que le permita parir una galaxia en sincronía con la metafísica del ser del hombre. Es un problema de inversión cósmica.
Su Carta Magna de la vida, la reduce al obrar con pureza de intención lo que no deja de ser una innegable sapiencia filosófica que enlaza con su convicción escatológica. Como asimismo ese valor magnificado de toda tendencia múltiple del amor, sin que intermedie la casuística ética, derivada del acondicionamiento sociológico “ad hoc”.
En el umbral del siglo XXI, Sandra revela que la utopía de la felicidad a escala planetaria es posible. Y con esta esperanza vivo hoy un tiempo que ojalá sólo dure mi tiempo.
Releo CARTA DE SANDRA con música dirigida por el maestro Stokowski. Es una pavana cuya obra es encantadora y fascinante como la carta que tengo en mis manos.

Félix J. Eguía.

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